Dicen que la felicidad no es una condición, sino un estado. Sincrónico, no diacrónico. Que la felicidad de la vida está compuesta de momentos, no necesariamente sucesivos y sí, yo suscribo...
A veces los mejores placeres de la vida yacen en las cosas más simples y cotidianas…
Era una noche de invierno limeño, llovía un poco — si es que se le puede llamar lluvia a ese capricho de las nubes, que a veces parece sólo estar hecho para empañarnos los lentes a los miopes como yo, sólo por joder— yo salía de la universidad y decidí caminar a casa. Se me antojó. Caminar para mí es una fuente de placer.
Es un ritual casi religioso el que sigo cuando camino: saco mi celular — confiando siempre en que no me van a robar porque tengo la suerte del miope — desenredo mis audífonos con mucho cuidado, los conecto, me los pongo, abro Spotify y desaparezco. Me pierdo en la música. Me pierdo como cuando Frodo se pone el anillo del poder y todo se ve borroso a su alrededor, como si estuviese en otra dimensión. Canto — aunque cante mal, no me importa — mientras camino. Canto alto y a veces bailo un poco. Es hermoso, de verdad. La gente a veces me mira un poco raro, pero ya van 23 años que me han hecho acostumbrarme a eso y… para mí es hermoso.
Durante mi trance pasé por una bodega, casi inconscientemente me acerqué y como por instinto mi boca articuló el pedido mágico:
– Una chela por favor
– ¿Cuál de todas desea?
– Pilsen… Cuzqueña… bah, cualquiera menos Quara…
No hubo mayor razonamiento en esa acción, en mi pedido, en mi respuesta. Creo que fue instinto… y no se puede hacer nada contra el instinto. Sonaba la radio, alguna canción de cumbia de alguna emisora limeña… tan limeña. La voz de la chica decía que Lima estaba a 15° C en ese momento, frío eh — aunque yo no sentía nada porque llevaba puesta una chompa que parece el abrigo de Jon Snow en el Muro — pero no importaba, esa noche era una buena noche para caminar y yo estaba decidida a caminar. Recibí mi vuelto, me volví a poner los audífonos, cogí mi chela y comencé de nuevo.
Recuerdo la sensación del viento frío y las gotitas de lluvia golpeándome buena onda. Recuerdo que ya no me pareció tan buena onda cuando me comenzó a despeinar exageradamente, porque mi cabello es un tema difícil. Ondulado, largo, complicado, rebelde… Es mi cabello, a fin de cuentas. Tanto fue así que me vi obligada a parar un momento para aprisionarlo en un moño y poder seguir avanzando tranquila. La música era exquisita, y la música, más mi chela aún más; y la música, más mi chela, más el viento, más la lluvia… aún más. Había puesto la música de forma aleatoria, pero la mayoría de la música que yo escucho mientras camino tiene algo en común: voces gruesas, fuertes, que evocan cuero, tatuajes y sonrisas torcidas. En todo eso soy constante, en todo eso que me encanta. Hasta las canciones que me traían recuerdos tristes me encantaron esa noche. Respiraba hondo, caminaba dando sorbos a mi chela, y todo estaba bien. Sonreía.
40 minutos pasaron demasiado rápido para mi gusto. 40 minutos de la universidad a mi casa, a paso lento. De pronto salí del trance, «abrí» los ojos y me encontré en la puerta de mi casa. Mis manos habían puesto pausa a la música en mi celular, mi chela ya estaba vacía. Por inercia comencé a buscar mis llaves en algún rincón de mi cartera —cada vez que me demoro en encontrar mis llaves recuerdo que odio usar cartera — cuando las encontré, abrí la puerta con una sonrisa. Estaba tranquila, estaba feliz. Entré a casa.